
II
Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los muertos del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que el terreno de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día, después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla y, para ir a lo seguro, también un formón. Mi madre algo le veía en la cara y se le prendió del cogote y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.
Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para eso. El escribano ponía al final: «A ruego de Calixto Garmendia, que no sabe firmar, fulano». El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado por la provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo Presidente de la República. Silencio. Por último mandó cartas a los periódicos de Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana, jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi padre iba detrás y esperaba en la oficina del despacho, hasta que clasificaban la correspondencia. A veces, yo también iba. «Carta para Calixto Garmendia?», preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejito flaco y bonachón, tomaba las cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al final decía: «Nada, amigo». Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que al menos los periódicos responderían. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los periódicos creen que asuntos como ésos carecen de interés general. Esto en el caso de que los mismos no estén en favor del gobierno y sus autoridades, y callen cuanto pueda perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las alturas, varios años.
Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres, para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí debiera estar la plata: «No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el tiempo se te pagará». Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el formón. «Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero no me darían tiempo de matar a todos los que debía». El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo.
A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a Trujillo o a Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: «¡Algo mío han enterrado ahí también! ¡Crea usted en la justicia!» Siempre se había ocupado de que le hicieran justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos, gamonales, tagarotes y mandones.
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